sábado, 9 de julio de 2011

Un día en el metro

Me adentré en el metro. Un día como otro cualquiera. Ya en las profundidades de la tierra, se agradece la bocanada de aire caliente que te envuelve. Haciendo recorrido y siempre con el pensamiento entretenido en otros lares, escuché las notas que provenían de un saxofón. Seguí andando en busca de las mismas y un poco más adelante las encontré flotando en al aire. El hombre joven que soplaba con fuerza el saxofón, vestía con elegancia.

Chaqueta de cuadros negros y rojos, camisa blanca, pantalón oscuro y zapatos relucientes. En el cuello, lucía una pajarita. Los cabellos cuidados y oscuros, se peinaban hacia atrás.

Me gustó lo que escuché y decidí formar parte del grupo. Con los ojos cerrados, se contorsionaba con rápidos movimientos. Ante gestos y situaciones, le pongo alas a la imaginación y permito que me lleve con ella. La persona en cuestión, no se encontraba en un pasillo de metro de una ciudad cualquiera. No, él permanecía, sábado noche, en un club nocturno de la Sexta Avenida de Nueva York.

Su público, entre trago y trago y bocanada voluptuosa de cigarro, lo observaba en el escenario y ante esas notas musicales, daba paso al deleitoso estremecimiento.

Finalizada la interpretación, se escuchaban ruidosos aplausos. Los espectadores que momentos antes se extasiaban con la música, se dirigían hacia la salida en busca de la negra noche. Las luces del local se apagaban y esperaban el encendido de la próxima actuación. Mientras la misma no acontece, volvemos al pasillo de ese metro…

Los movimientos del músico, antes rápidos y trepidantes, habían dado paso a la lentitud sensual. En el suelo, el estuche de su instrumento musical recogía la caridad del viandante.

Me alejé en busca del andén que me llevaría a mi destino.

No sé por qué razón suelo toparme en las esquinas de las calles con escenas que hacen que pare pasos. Un grupo de personas contemplaba algo. Un peruano tallaba un trozo de madera. Hincaba su pequeña navaja de mango muy gastado, en la misma. Trozos de esquirlas, saltaban por el aire. En el suelo, se amontonaban las virutas. A medida que trabajaba, se iban modelando los rostros de las figuras que representaban la Sagrada Cena.

Observé su rostro de piel cetrina. Se mostraba taciturno y pensativo. Contemplando su obra pensé que me gustaría, finalizada la misma, que adornase en un rincón de mi salón.

Recordando al saxofonista del metro, al retratista que dibuja al carboncillo en los viejos cafés, la violinista húngara que acaricia las cuerdas de su violín, y al escultor que modela la madera, el pensamiento habló solo: ¡ Lástima de un mecenas.

El Arte sale a la calle. Lo encuentras en una esquina, un andén de metro, un parque…

No han tenido oportunidad del reconocimiento de sus obras. Algunos de ellos, ante su buen hacer, podrían haber conocido el placer de la gloria en un escenario de cualquier parte del mundo, un estudio, una galería...

Esos rincones, por el momento, están vedados para ellos.

A punto de alejarme volví a fijarme en el rostro del hombre que tallaba…

Él, al igual que el músico del metro, se encontraba lejos del lugar. Lo imaginé recorriendo los frondosos bosques peruanos que posiblemente sabrían mucho de sus andanzas infantiles y juveniles. Un día por la razón que fuese, abandonó la tierra y salió en busca de otros caminos...
Claro que la nostalgia por mucho que te alejes, permanece a tu lado.