martes, 31 de enero de 2012

La Casa


La Casa era grande y se encontraba a las afueras. Alrededor de la misma frondosos árboles daban sombra en las tardes cálidas del verano. Al franquear la entrada se percibía un ambiente sobrecogedor. Un silencio denso daba bofetón al visitante. Imperaban en la estancia el orden y la pulcritud.

En el lugar había trasiego y numerosas entradas y salidas. En todos los rincones del planeta que habitamos, está presente un líder que es el que mangonea y dirige los pasos de otros. Aquí, en esta casa de la cual estamos hablando, estaba él. El gato Lucifer tenía identidad propia. Imponía su presencia. Viejo y con poco pelaje, se las sabía todas. Provenía de la vieja escuela. En su día lo habían amaestrado y enseñado las técnicas para triunfar en la vida. Era perfeccionista y cuando observaba algo que no resultaba de su agrado, no maullaba ni se enfadaba. Los modales exquisitos que formaban parte de las siete vidas que tenía, se hacían notar. Su enfado y cólera se percibían a través de las volteretas de sus bigotes, su mirada glacial, y el movimiento frenético de la cola. El amigo Lucifer, tenía una importante misión que cumplir: adiestrar a otros.

Odiaba profundamente la falta de piedad del fuerte hacia el débil, del grande hacia el pequeño, del que merodea por los bosques y furtivamente, deja asomar la escopeta…

La Casa tenía poder y muchos eran los que querían pertenecer a la misma. Fuera había hambre y miseria y la mala vida no gusta a nadie. Se dejaba ver por el lugar, todo tipo de fauna, pero predominaban los ratones y ratas. Procedían, la mayor parte de ellos, de las cloacas de la ciudad y solo conocían el hambre. Poco más. Acudían en tropel en busca del refugio que no tenían fuera, pero no se podía admitir a todos los que se presentaban al cásting. Había que hacer una buena selección en la elección de nuevos adeptos.

Ya reunido un grupo numeroso, se formaba un comité. Los roedores hambrientos y asustados, miraban azorados el lujo que les rodeaba. Prendían sus miradas en los armarios que guardaban quesos del país y demás exquisiteces que catar…

Para dar lugar a esa catadura, se tenía que alcanzar la gloria. La diplomacia jugaba un buen papel en las enseñanzas a impartir. De tarde en tarde, se les dejaba degustar un pequeño trozo de queso semicurado con sabor a rancio. Se trataba de alentarles e infundirles ánimos para que aprendiesen bien las lecciones e instrucciones impartidas. El buen adiestramiento era importante pensando en esa salida al mundo cruel que esperaba fuera, con las fauces afiladas...

El gato Lucifer, Luci para los amigos, era el maestro que impartía las enseñanzas e imponía las reglas del juego. Trataba de inculcar a esos ratones y ratas de la calle, el tesón, la constancia, la sagacidad, la rapidez, la intuición, el saber remontar los momentos difíciles y hacer uso de una huida a tiempo. Quería vencedores, nunca vencidos.

En el salón principal, dirigido por un entrenador personal, era donde se hacía todo tipo de actividades. Saltos de cuerda, pesas, corridas al galope, ejercicios aeróbicos para mantener el esqueleto en forma…

Claro que lo primordial y más importante, era enseñarles las artes de la buena caza. Saber en un momento determinado, comerse el queso sin caer en la trampa. Al principio, la mayor parte de ellos quedaban atrapados a la primera

El gran jefe, sibarita él, extraía del estuche aterciopelado su plumín de oro y borraba de la larga lista... Claro que se hacía la operación, sin dar mucha publicidad al asunto. Diplomacia, por encima de todo. Al anochecer, cuando las sombras se adueñaban de la luz del día, se abría sigilosamente la puerta de la Casa, y se les daba pasaporte a los torpes e ineptos. No se podía entretener el tiempo con inútiles y tintes grises.

Grupos y grupos se iban formando y saliendo al mundo a cumplir diversas misiones. Había un recorrido constante, por los bosques, los montes, los prados, los ríos… se buscaba, por encima de todo, la libertad de los oprimidos.

El felino sentía satisfacción personal por su buen hacer. Se podía decir, al respecto, que era un gato justiciero, sin toga ni birrete, pero sabiendo aplicar la ley justa.

Ante la caída de las sombras, nuestro animal cansado y extenuado por las reuniones, clases impartidas y feroces maullidos, pegaba un salto, se acomodaba en el sofá y poco más tarde, se oía su ronroneo.

Al fondo del pasillo, sonaban las notas musicales del Réquiem de Mozart…